...18 de septiembre de 1973, una semana después del golpe de estado...

La capital se veía distinta. Le pareció una ciudad torva, iracunda, amenazadora, sumamente peligrosa. Sintió miedo. Pero de nuevo tuvo la sensación de que toda la gente, además de sentirse sola, tenía miedo, de que Chile entero tenía miedo. El miedo se podía oler en el aire. Era un olor agrio, áspero, acuciante, como el olor de la dinamita.
Sentía que el mundo ya no era el mismo, los colores psicodélicos con que él lo recordaba se habían desvanecido. Ahora todo era gris, apagado, uniforme. El país se había mimetizado. Pese a que eran fiestas patrias, y que se había obligado a poner bandera en las casas y edificios públicos, la ciudad se notaba triste. En verdad, casi no se veía gente en la vía publica. De las ventanas de las casas no emergía música a todo volumen como ocurría antes, parecía que cantar estaba prohibido, que hablar en voz alta estaba prohibido, que silbar estaba prohibido. Chile se había transformado en un solo y largo regimiento donde todos se cuadraban ante todos.
Seguro que en esta primavera ni siquiera habría flores. Y si acaso llegaban a prender, prenderían rojas de sangre, negras de luto. En este país largo como un poeta alcohólico, ya no había nada bello: a la alegría la habían desaparecido, la amistad era detenida en las esquinas y el amor se moría de miedo agazapado en la clandestinidad.
Y de la misma manera en que a los cantores le habían machacado los dedos para que no tocaran sus guitarras de fuego, así mismo habían enmudecido las voces de los poetas, sus líricas voces azules llenas de barcos. Y ahora, a lo largo y ancho del territorio nacional solo se oían palabras mimetizadas, blindadas, encapotadas; palabras nunca antes oídas por los jóvenes; palabras temibles, palabras que resonaban en el cerebro como plomo machacado: “bando”, “junta militar”, “golpe de estado”, “fusilamiento”, “asilado”, “clandestinidad”, “tortura”, “desaparecido”.
Mirando la expresión de la gente en la calle, pensó consternado que, además de la libertad y la alegría, en este país se había perdido la inocencia, la ilusión de ser inmortal, la capacidad de soñar. Se había perdido la fe. Esa fe que movía a hacer lo imposible, incluso a caminar sobre las aguas. Tal vez nunca se pudo lograr. Tal vez todo no fue sino una pura ilusión. Pero intentarlo había sido hermoso.
Esa tarde una niña pregunta ¿mamá que es un golpe? “Es algo que duele y deja amoratado el lugar donde te dio”.
Hernán Rivera Letelier “Canción para caminar sobre las aguas”